lunes. 29.04.2024

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Miguel Ángel Leija | @CinemaCuarenten

Con la compleja carga a sus espaldas de representar a Francia en la prelista de la pasada edición de los premios Óscar, sobre la multipremiada Anatomía de una caída, El sabor de la vida llega al fin a las salas de cine intentando demostrar que se vale por sí misma entregándonos una experiencia multisensorial como pocas veces estamos acostumbrados a ver.

Ambientada en la Francia rural de finales del siglo XIX, nos encontramos con Dodin Bouffant, el Napoleón de la gastronomía francesa, y con Eugenie, su leal cocinera desde hace más de veinte años. A lo largo de la película, la relación laboral se transforma en un vínculo sentimental que no solo inspira las creaciones culinarias de ambos, sino que también llega a un punto en donde él está dispuesto a hacer uso de todas sus habilidades para convencerla de ser su esposa.

El sabor de la vida es una experiencia cinematográfica imprescindible para todo amante de la gastronomía

Así, nos encontramos con una película que es ante todo, una experiencia audiovisual reconfortante. El sabor de la vida nos transporta como muy pocas obras a la cocina donde transcurre la historia: a pesar de limitarse a mostrarnos imágenes y sonidos, ventaja y desventaja del séptimo arte, los olores y los sabores se escapan de la pantalla para permitirnos como espectadores probar junto a los personajes la gran variedad de platillos representativos de la cocina francesa que aparecen ante nuestros ojos. Nos sentamos con ellos a saborear las invenciones de Dodin y Eugenie, deseando ser un personaje más en cada degustación. En este aspecto la película es brillante y el premio a Mejor Dirección en el Festival de Cannes está más que justificado.

La similitud con Chef’s Table, la maravillosa serie documental de Netflix, es más que clara. La gastronomía es el alma de ambas obras, aunque exista una pequeña, pero muy notable diferencia: en los episodios de la última, el espectador termina aprendiendo información muy valiosa y en la película no. Esto se justificaría diciendo que no es su objetivo, pero dadas las constantes referencias a la cultura gastronómica francesa de las que los personajes hacen alarde, el espectador tendría un papel un poco más activo de ser así.

El sabor de la vida comparte mesa con esa serie de películas donde el “cómo se cuenta” importa más que el “qué se cuenta”. Yi Yi de Edward Yang o La Ciénaga de Lucrecia Martel son las representaciones perfectas de este subgénero informal, pero, aunque la obra en cuestión se disfruta como pocas, ya que no existen muchas buenas películas sobre cocina, es difícil que con el paso del tiempo pueda sentarse junto a las anteriores.

Nos sumerge de lleno en los sabores que emana cada uno de los ingredientes utilizados, cual si fuéramos Remy de Ratatouille en la famosa escena del queso y la uva

La película comienza con una secuencia maravillosa y termina de la mejor manera posible, pero no existe un arco narrativo que se mantenga por sí mismo para unir ambos puntos. La trama no sabe avanzar debido a que las motivaciones y deseos de los personajes son tan blandas que no se logra establecer una conexión emotiva con ellos, incluso a pesar de la excelente actuación de la siempre perfecta Juliette Binoche. 

La historia avanza entre la relación amorosa de los protagonistas, pero también entre el intento de Dodin por demostrar de lo que es capaz, aunque nunca terminemos de entender realmente quién es y qué es lo que hace. Los personajes secundarios entran y salen de escena sin importancia alguna al igual que las subtramas: la presencia del monarca de Eurasia pasa sin pena ni gloria y la aparición inicial de la niña nunca justifica la importancia que tendrá más adelante, por mencionar algunos ejemplos.

En el terreno técnico no existe nada que reprochar: la fotografía es brillante, abanderada por el uso de la luz natural para destacar las texturas de los ingredientes. De la misma manera, la puesta en escena es simple y sencillamente tan buena, que no necesita de elementos visuales extras para hacernos sentir cobijados por la belleza natural de la Francia rural del siglo XIX.

Asimismo, el diseño sonoro merece mención aparte. La respiración de los personajes al cocinar, el contacto de los alimentos con el fuego o el sonido de los pájaros de fondo crean una atmósfera auditiva única digna de todos los aplausos. Es un diez en este sentido.

En conclusión, El sabor de la vida es una experiencia cinematográfica imprescindible para todo amante de la gastronomía. Nos sumerge de lleno en los sabores que emana cada uno de los ingredientes utilizados, cual si fuéramos Remy de Ratatouille en la famosa escena del queso y la uva. Es una obra que se goza como pocas, aunque la falta de interés en la trama pueda pasarle factura a más de uno. En conclusión, una película que vale mucho la pena ver.

Crítica de 'El sabor de la vida'