lunes. 29.04.2024
Cádiz 1905
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El desastre del año 1898 juega un papel de primera magnitud en la historia española, no tanto porque supusiera un gran pasó atrás en la vida nacional sino por la conciencia crítica que creó en la totalidad de la sociedad española.

La crítica al sistema de la Restauración había sido protagonizada exclusivamente por sectores intelectuales o por minorías políticas reducidas, pero apartir del año 1898 fue ampliándose sucesivamente hasta convertirse en un tópico, sin cuya comprensión no puede entenderse todo el primer tercio del siglo XX del país.

El término regeneración alcanzó un uso habitual y una extensión desmesurada, refiriéndose a los más diversos aspectos de la vida nacional. 

La necesidad de una regeneración se sentía respecto de los procesos originados a consecuencia del desastre, pero se aplicaba también a la necesidad de sanear la política, desarrollar al país desde el punto de vista económico, hacer disminuir el analfabetismo o conseguir que el catolicismo fuera más auténtico y había quienes querían hacer desaparecer su influencia en la vida nacional.

El regeneracionismo tenía un cierto paralelemismo con el arbitrarismo nacido en el siglo XVIII, también como consecuencia de la derrota. Era un ansia de transformación, pero a veces sus soluciones pecaban de excesivamente simples.

El término regeneracionista sirve en realidad para designar no sólo el tránsito desde el siglo XIX al XX o la primera parte del reinado de Alfonso XIII. El ansia de transformación no desapareció en el año 1914.

El regeneracionismo propiamente dicho sólo puede identificarse con ese monarca ya que en los años treinta se produjo la identificación de la España oficial y real, aunque fuera una experiencia democrática convulsa y concluida en el desastre de una guerra civil, todo lo posterior fue recuerdo del regeneracionismo procedente con voluntad de dar ilustre intelectual para un uso político.

En primer periodo el regeneracionismo fue intentado desde el poder y con el protagonismo esencial de los partidos de turno, en especial el conservador. 

Los movimientos políticos que surgieron al margen de aquéllos e incluso en su contra eran, ellos mismos, regeneracionismo, pero no tuvieran nunca fuerza suficiente como para disputar un protagonismo político que permanecía en manos de los partidos de turno de la época, los conservadores y los liberales.

A partir de la I Guerra Mundial ese protagonismo del sistema político en la empresa regeneradora cesó, y fue debido precisamente por su propia crisis. El regeneracionismo permaneció como horizonte, pero la posibilidad de cumplir con este programa, fuera cual fuese su significado, se desvaneció ante la común impotencia, del sistema y de quienes se oponían a él, para llevarlo a cabo.

Alfonso XIII escribió al tomar posesión como rey: “Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando a la Patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado; pero también puedo ser un Rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros y, por fin, puesto en la frontera”.

Salvador de Madariaga describió a Alfonso XIII en sus inicios como “un príncipe simpático cuyas facciones francas y juveniles expresaban con encantadora espontaneidad, el interés, la buena voluntad y la ingenua sorpresa ante las maravillas de la vida”.

A diferencia de la monarquía inglesa, la española no era propietaria de tierras y desde luego su fortuna ni compararse a la del rey de Bélgica. Quienes rodeaban a Alfonso XIII eran nobles de alta alcurnia, pero también personas que fueron ennoblecidas por su origen burgués.

Alfonso XIII no era culto y su superficialidad podía resultar como personaje seductor a corto plazo, pero, a menudo su capacidad para la política le hacía encontrar gustos en sus aspectos menos nobles. Había un lema en el palacio que decía “Con razón o sin razón siempre con el rey”.

Muchas fueron las deficiencias en la formación de Alfonso XIII. El rey destaca por sus tendencias autoritarias. Fue acusado de entrometerse en las labores del gobierno. Alfonso XIII no entendió cuál era el papel de la monarquía en un régimen democrático y fue un rey más del estilo de la monarquía del siglo XIX.

Una cosa es que Alfonso XIII fuera un monarca constitucional y otra que fuera demócrata, de acuerdo con lo que hoy entenderíamos por tal calificativo. La Constitución del año 1876 de Cánovas del Castillo considero que la monarquía era algo anterior a la soberanía nacional, de tal manera que nada era posible ni legítimo sin el concurso de su voluntad.

Había gentes que decían que el rey debía tener una amplia intervención en los asuntos de la política diaria. Tanto Sánchez de Toca como García Alix defendieron la existencia de un Consejo consultivo de la Corona, dada la decisiva función política del monarca.

El rey nombraba una parte de los senadores, pero nunca pensó en hacerse con una mayoría parlamentaria gracias a ellos, sino que eran los políticos profesionales llegados a un determinado status y propuestos por el gobierno.

Las reformas constitucionales en sentido democratizante no llegaron a fructificar, mucho más por la debilidad de los que las propusieron que por la voluntad del monarca y no hubo cerradas negativas de ésta a refrendar los decretos que le eran presentado.

Los poderes del rey derivaban de la propia Constitución, lo que sucede que se le va dando una interpretación más liberal. Cánovas del Castillo señala que el mayor de los males para la monarquía de la Restauración era, que éste no podía acudir a la opinión pública para nombrar un presidente del Consejo de ministros, por la razón de que éste era el que se construía una propia mayoritaria parlamentaria, sin que fuera responsable de ello ante la opinión inexistente.

Los profesionales de la vida pública apelaban a él como quienes en una democracia lo harían al electorado. Esta forma de hacer política la describe Maeztu de la siguiente forma:

“En un régimen como el español en que la mayoría parlamentaria la hacía la confianza misma en la Corona, con los decretos de disolución de Cortes y de convocatoria de elecciones, la intervención inevitable del rey en la política tenía que crearle un enemigo cada vez que ejercía para retirar la confianza a un presidente del Consejo”.

La apelación al electorado solía ser visto como una peligrosa demagogia, fuera de izquierdas o de derechas, que ponía en peligro la estabilidad del sistema de la Restauración, pero, sobre todo, era considerada como el testimonio de una incurable candidez, pues el pueblo español permanecía mayoritariamente al margen de la vida pública.

Los conservadores católicos españoles ejercieron una menor influencia en la Regencia de Marcia Cristina de Habsburgo siendo presentada como paradigma del comportamiento constitucional.

Antonio Maura5
Antonio Maura

La restauración borbónica se había producido merced a una intervención militar y el principal protagonista de la misma el general Martínez Campos, fue consultado en todas las crisis de la Restauración. Existía una tradición intervencionista de los militares, todavía presente en las últimas conspiraciones republicanas.

El sistema de la Restauración partía de un cuidado manejo de los asuntos militares. El rey era el jefe Supremo del ejército y los nombramientos requerían la aprobación directa y previa del Rey. Puede decirse que era una monarquía militar.

El ejército se consideraba autónomo y entre ellas algunas atribuciones políticas y que el mundo militar merecía ser gobernado tan sólo por aquellos que lo conocieran verdaderamente, es decir, los propios militares.

El Rey debía de tener claro un comportamiento muy especial respecto a la oficialidad. El propio Rey declaró que le hubiera gustado ser oficial. La reina Victoria Eugenia afirmó que Alfonso XIII le encantaba tomar la palabra para hablar de cosas militares.

El ejército español tenía 16.000 oficiales en el año 1900 para una plantilla de 120.000 hombres y en la primera década del siglo XX no hubo ningún ministro de la Guerra que durara más de siete meses. 

Consciente del papel del ejército en el pasado y de que ese había producido los enfrentamientos más agrios con la cuestión militar durante la Restauración, entre los partidos de turno, Alfonso XIII procuró evitar el enfrentamiento entre el poder militar y el civil y fue el gestor defensor de ambos intereses.

Joaquín Costa
Joaquín Costa

La intervención del monarca en la vida política fue persistente, tomada como algo normal y necesario como era el de las relaciones internacionales. Alfonso XIII era pariente de la mayor parte de los monarcas europeos y en consecuencia a él le correspondía la defensa de los altos intereses nacionales, de acuerdo con la propia Constitución del año 1876.

La inestabilidad política del país hacia que el rey mantuviera una relación constante con los embajadores extranjeros en España y con los representantes de nuestro país en el exterior.

El advenimiento al trono de Alfonso XIII coincide en un momento en que España estaba pasando su primera experiencia política regeneracionista, que tuvo como protagonista al partido conservador. Sin embargo, precedida por una iniciativa política que nacía en las fronteras del sistema político de la Restauración y casi al margen del mismo, aunque finalmente fuera absorbida por él.

En noviembre del año 1898, Joaquín Costa reclamó un partido regenerador, un partido nacional capaz de resolver los problemas españoles después del Desastre del año 98. Lo hacían partiendo de una base ínfima para conseguir este propósito pues sólo contaba, detrás suyo, con la Cámara Agrícola del Alto Aragón, aunque se dirigiera a todas las de su género y al conjunto de fuerzas productivas organizadas en España.

A comienzos del año 1900, los protestatarios se agruparon en un partido, la Unión Nacional, que pretendía declararse ajeno a cualquier tipo de cuestión relativa a la forma de gobierno, sin entraren la polémica respecto del centralismo y regionalismo. 

Enseguida se muestra la inanidad del programa y lo contradictorio de los objetivos: el partido no duró más que unos meses y la mayor parte de sus dirigentes acabaron integrándose en el sistema político de la Restauración.

Con la llegada de Silvela, que había pasado por ser una especie de perpetuo disidente en función precisamente de su voluntad reformista y de la condición ética de su dedicación a la política, chocaba con el realismo de Cánovas del Castillo, más dispuesto a aceptar en su entorno a personajes como Romero Robledo, que pueden considerarse como ejemplo caracterizado de la política caciquil.

Silvela constituía una antítesis que hubiera podido ser complementaria y resultó antagónico: culto, elitista, dotado de indudable talento y de una cultura brillante. Era una persona despectiva y solitaria cuyo éxito en el seno del partido conservador, se entiendo principalmente por las circunstancias que a España le tocó vivir durante los años inmediatamente posteriores al Desastre

Silvela era hombre de ideas y principios morales, juzgaba que la austeridad y los programas de fuerte contenido teórico más que las habilidades debían constituir la razón de ser en política.

Su posición había logrado tan sólo el apoyo de un sector aristocrático, pero luego, el Desastres, que Silvela había previsto, le convirtió también en representante, en el seno de su partido, de los sectores que propiciaban un acercamiento a las masas católicas y a quienes, hasta el momento, no habían intervenido en política.

Su posición regeneracionista se ve en este texto: “Si pronto se cambia radicalmente el rumbo, el riesgo es infinitamente mayor por lo mismo que es más hondo y de remedio imposible si se acude tarde: el riesgo es el total quebranto de los vínculos nacionales y la condenación, por nosotros mismos, de nuestro destino como pueblo europeo”.

Silvela llaga al poder con este programa regeneracionista, en marzo del año 1899, que hubo de intentar vertebrar en fórmulas políticas precisas. Planteó la descentralización política y la reforma de la administración local. En lo económico, a la vez la nivelación presupuestaria y el fomento de los intereses de los sectores productivos. En lo social, mediante la puesta en práctica de las primeras disposiciones de reforma social nacidas de la influencia de la doctrina social católica.

Entre los ministros de Silvela, Pidal representaba la política inequívoca vinculación con Roma, con el propósito de incrementar la enseñanza religiosa en el bachillerato. Villaverde acudía con un programa hacendístico de nivelación presupuestaria. Eduardo Dato tenía como propósito la introducción de la legislación protectora del obrero, inspirada en las enseñanzas de León XIII.

El general Polavieja, que era de origen humilde, vio aumentado su prestigio, al menos en círculos conservadores, después de la emancipación de las colonias. En torno a su figura y a un programa hecho público a finales del año 1898, se hizo patente una confluencia de intereses muy expresivos de lo que era el primer regeneracionismo conservador.

Polavieja tenía un primordial interés en la reforma militar y había hecho declaraciones que parecían mostrar interés por las cuestiones económicas y por la descentralización administrativa, manifestándose partidario de la existencia de diputaciones regionales y del reparto de impuestos a través de cupos.

La experiencia gubernamental de Silvela demuestra la debilidad esencial del regeneracionismo cuando pasaba de planteamientos genéricos a tratar de plasmarse en realidades políticas precisas. Todos los ministros en su parcela concreta pretendían ser reformadores del Estado de la Restauración, pero, en la práctica, sus pretensiones, por lo menos en un elevado porcentaje, resultaban mutuamente excluyentes.

Polavieja se encontró con que su regeneracionismo militar se enfrentaba con el deseo de Fernández Villaverde de llegar a una nivelación presupuestaria. Silvela quiso dar entrada en el gobierno a uno de los colaboradores del general, Gasset representaba al reformismo agrícola y propietario del prestigioso diario El Imperial se encontró con que el apoyo no le llegaba más que a medias y comentó: “Hemos traído a Sarasate…. Pero sin el violín”.

Durán y Bas acabaron dimitiendo porque los propósitos descentralizadores no llegaron a concretarse, debido a que el programa hacendístico de Fernández Villaverde chocó con la alta burguesía catalana a la que representaba. En Barcelona hubo una negativa generalizada a pagar los nuevos impuestos.

Eduardo Dato se dedicó a promover la reforma social con tres objetivos:

  1. La promoción de una ley de accidentes de trabajo.
  2. La regulación del trabajo de las mujeres y de los niños.
  3. El descanso dominical.

Estas normas encontraron una fuerte resistencia en un sector social que debería haber contado entre los que apoyaban al gobierno. Una parte de la burguesía catalana valoró que con estas medidas se llegaba a poner en peligro la industria nacional.

Dato hubo de recurrir al decreto para que pudiera ser aprobada. Esta medida había sido consultada a los sindicatos y sólo garantizaba que el patrono pagaría solamente el 50% del salario hasta la recuperación del trabajador.

Esta medida laboral junto al programa de Hacienda de Fernández Villaverde fueron las principales medidas regeneracionistas. Sin embargo, Silvela debió considerar estas medidas acabadas en octubre del año 1900, cuando presentó su primera dimisión.

Subió al poder el partido liberal en marzo del año 1901, presidido por Sagasta que debía hacer frente al desastre colonial, pero que tenía muy poco de regeneracionista. Su habilidad y paciencia habían conseguido mantener unido a un partido liberal que se denominaba fusionista, porque en definitiva este partido era una colección de clientela unidas por los intereses no ideológicos.

El partido liberal que empezó gobernando este siglo introdujo de alguna forma un cierto cambio en la vida del partido, con la aparición de nuevos dirigentes como Romanones o Canalejas, además de introducir un programa anticlerical que estaba destinada a ser clave en la política española.

El gobierno de Sagasta lleva a cabo este programa anticlerical siendo nombrado ministro de Instrucción Pública, destacando todo lo relativo a las órdenes religiosas. 

Silvela vuelve al poder en diciembre del año 1902, con un gobierno en que las medidas que se toman son más homogéneas que las anteriores de otros gobiernos. En este gobierno destaca Germán Gamazo que representa los intereses de la agricultura catalana, que había ido evolucionando desde el proteccionismo al conservadurismo.

Maura había de convertirse en su principal dirigente y en el político más relevante del reinado de Alfonso XIII. El monarca se atribuía a sí mismo una función no meramente decorativa y acabó chocando con él, pero sus dificultades se incrementaron con la división de los conservadores.

Dimite Fernández Villaverde en marzo del año 1903 y Maura como ministro de la Gobernación fue juzgado por diversos sectores de forma negativa por no haber actuado contra el encasillado monárquico.

La dimisión de Maura fue seguida posteriormente por la de Silvela, con una crisis llamada de oriental, por la intervención del rey, residente en el Palacio de Oriente.

Fernández Villaverde logró la colaboración de algunos regeneracioncitas situados al margen de los partidos de turno. El era un experto en Hacienda, que en opinión de Romanones muy pocos le superaron en esta materia, sin embargo, son más dudosos otros programas de gestión política.

El triunfo de Fernández Villaverde significaba la victoria del conservadurismo más dócil. Sin embargo, fue muy aplaudido por la nobleza pues fue el único ministro de Hacienda que defendió el dinero del contribuyente.

El prestigio de Villaverde venía de su colaboración con Silvela, ya que había sido el único ministro capaz de llevar a la práctica su programa, aunque a costa del de los demás. La reforma de Villaverde se llevó a a cabo entre los años 1899 y 1900 y era consecuencia directa del Desastre.

La situación de la Hacienda era catastrófica con un presupuesto estatal de 750 millones, de los cuales 400 que era empleados en el pago de la Deuda Pública, además había que sumar la deuda generada por la derrota, que supondrían otros 300 millones anuales más. La situación era pues de bancarrota. El peso de la deuda hizo que Villaverde se centrara en ella.

La Deuda exterior quedó reducida en un 50% y se declaró la suspensión o supresión temporal de las amortizaciones de la deuda interior sobre la se estableció un impuesto del 20% sobre los intereses devengables.

Esta operación supone un repudio encubierto, pero permitió la reducción del peso de la deuda en el presupuesto, que en el año 1907 era sólo del 38,7%. Esta cifra nos muestra, hasta que punto era inerme el Estado de la Restauración.

Lo más progresivo de sus propuestas fue la modificación del impuesto de sucesiones, pero encontró dificultades en las Cortes en donde incluso miembros del partido liberal le acusaron de ser nada menos que un socialista furibundo.

El gobierno de Villaverde sólo duró desde julio hasta diciembre del año 1903, lo que prueba que no tenía el apoyo total de su partido. Ascendió entonces a la dirección del partido conservador Antonio Maura, que contó con la práctica unanimidad del partido.

Maura le caracterizaba un talante muy distinto al de Silvela. Maura tenía arrestos para enfrentarse con los problemas del país e intentar por todos los medios que se cumpliera la solución que consideraba óptima.

Los enfrentamientos de Maura con la izquierda y con los liberales se produjeron en relación con el problema religioso, que así se demuestra de nuevo como de crucial importancia para la comprensión de la política española del momento.

El gobierno conservador estableció negociaciones con Roma en junio del año 1904, para tratar del status quo de las órdenes religiosas y para asegurarlos ante posibles modificaciones que nacieran desde la propia iniciativa liberal. Sus propósitos no se vieron cumplidos pues aunque recibió la aprobación en el Senado con el apoyo de una parte de los liberales, sin embargo, no lo consiguió en el Congreso.

Hubo de enfrentarse a la prensa de izquierdas, una de cuyas principales cabeceras llegó a proclamar que “el fraile es amo y Maura su profeta”. No logró ver aprobada en las Cortes una reforma de la Administración local al dividirse su partido.

Sus relaciones con Alfonso XIII fueron tensas. Una discrepancia con el rey respecto al nombramiento de un alto cargo militar, pero sobre todo la propia división del conservadurismo, acabaron con la caída de Maura.

En diciembre del año 1904, tan solo gobernó durante cuarenta días y le sucedió Azcárraga, al que se le describe como “un teniente general de salón y de apacible carácter”. A principios de año volvió al poder Fernández Villaverde que sólo pudo conservar unos meses.

Maura prefirió derribarle, consciente de que eso significaba la entrega del poder a los liberales. Una vez más, fue la división del partido en el poder la causa de su relevo. En tan sólo en dos años había habido cuatro presidentes, cinco crisis totales y sesenta y seis ministros.

El regeneracionismo conservador había demostrado sus contradicciones, pero había provocado un liderazgo, que aunque en el año 1905, no era más que el presidente primerizo, se convertiría en el primer político del reinado de Alfonso XIII.

EL TURNO DE LOS LIBERALES

Si los conservadores habían mostrado su desunión hasta el año 1905. Muerto Sagasta en el año 1903, pareció en peligro la unidad, siempre precaria, de un partido que en su origen no era sino la acumulación de una serie de clientelas, algunas de las cuales no necesariamente se situaban a la izquierda del partido conservador

Dentro del partido liberal destacan el conde de Romanones, organizador de los comités madrileños del partido. Canalejas practicó una propaganda popular de un tono radical.

LA CUESTIÓN RELIGIOSA

A diferencia de lo que hizo el liberalismo británico, el español no se caracterizó en estos momentos por la voluntad de dar un contenido social a sus programas. La cuestión clerical centró su preocupación con el inconveniente, no de que se tratara de algo artificial, sino que agotó al partido en estériles disputas internas sin permitirle vertebrar un propósito claro.

El problema nacía de la actuación de las órdenes religiosas, pues a diferencia del clero secular, que iba descendiendo en número de miembros, las órdenes, de las que el habla el Concordato del año 1851, seguían creciendo.

Las órdenes contribuyeron a la vertebración de la iglesia española y le proporcionaron capacidad de renovación y formación, pero inmediatamente despertaron las reticencias de una parte considerable de la sociedad.

A las órdenes se les atribuyó por parte de los sectores anticlericales una desmesurada codicia y un poder económico enorme. Es una exageración pensar que controlaran un tercio de la riqueza española, pero puede ser un indicio de la realidad de su poder económico la constatación de que Madrid creció hacia el norte en terrenos que eran propiedad de los jesuitas.

Otro aspecto muy importante era el de la enseñanza. A comienzos de siglo había 50.000 religiosos de los que 40.000 eran monjas, donde una mitad de éstas y la mitad de monjes se dedicaban a la enseñanza, de la que controlaban hasta el 80% de la enseñanza secundaria, pues apenas existía la enseñanza pública.

El contenido de las doctrinas enseñadas en los centros de educación de carácter eclesiástico resultaba muchas veces contrarias al liberalismo. Había liberales que repudiaban las influencias de las doctrinas religiosas en la vida pública, como es el caso de Canalejas que decía: “hay una problema de absorción de la vida del Estado, de la vida laica y social, por elementos clericales”.

La cuestión religiosa se centró en los problemas educativos y en la posible limitación de las órdenes religiosas y estuvo presente en toda la lucha política en la etapa anterior a la I Guerra Mundial. En ambos partidos de turno hubo sectores deseosos de centrar en ella la capacidad de movilización de la opinión pública y los argumentos contra el adversario.

En el partido conservador, Pidal afirmó que el gobierno liberal significaba nada menos que la introducción de la masonería, el triunfo del espiritismo y el himno de Satán. Maura tenía una posición clerical, aceptando éste la situación existente.

El partido liberal de Montero Ríos que en su seno había jacobinos y regalistas, quienes utilizaban una política religiosa donde se pretende resaltar la supremacía del Estado y los que estaban dispuestos a lograrla pactando con el Vaticano.

La cuestión clerical resultó un conflicto persistente que envenenó la política de la época. Se entrelazó con la lucha por la jefatura del partido liberal. Fracasado el intento de llegar al consenso con una figura que aunara todas las corrientes, llegó al poder Montero Ríos gracias a Moret que lo había puesto pensando en su fracaso y de esta forma volvería al poder.

EL EJÉRCITO ESPAÑOL

El ejército español no sólo había no sólo había salido derrotado de la cuestión colonial, sino que había salido en una situación que necesitaba reformas urgentes. Algunos dirigentes, como el conde de las Almenas, hicieron acusaciones contra sus principales jefes que contribuyen a aumentar su gravedad.

Silvela decía que en España “no hay que fingir arsenales y astilleros donde sólo hay edificio y plantillas de personal que nada guardan ni nada construyen… Ni citar como ejércitos meras agregaciones de mozos sorteables”.

Las dificultades del ejército son fundamentalmente materiales, pues había habido 55.000 muertos en Cuba, siendo estas muertes solamente de 2.000 en combate y el resto debidas a enfermedades.

En los primeros años del siglo XX, se hizo un esfuerzo por dotar de artillería al ejército, pero a pesar de esto sólo se llegó a disponer de la mitad que tenía el ejército francés. Trece años después de terminada la I Guerra Mundial, los soldados españoles carecían de cascos de acero.

En una intervención del general Weyler, que fue ministro de la Guerra, aseguró que tan sólo la mitad de los soldados podrían gozar de asistencia sanitaria, uno de cuatro podría usar carabina y no existiría para la mayoría la posibilidad de usar un fusil de recambio.

Todas estas deficiencias era la existencia de un número de oficiales desmesurado para los efectivos. Mientras en Italia sólo gastaban un sexto del presupuesto militar en el pago de la oficialidad y en Francia era un séptimo, en España se empleaba un 50%. Había 500 generales y 25.000 oficiales con un ejército de entre 80.000 y 100.000 hombres.

A todos estos problemas, un Estado débil, como el de la Restauración, le dio una respuesta muy débil y lenta. En el periodo entre los años 1898 y 1909 hubo veinte ministros de la Guerra, eso ya era una dificultad a la que se debió sumar las carencias presupuestarias que obligaron a una disminución de los recursos.

La intervención del ejército en política fue fundamentalmente reactiva. En los nacionalismos periféricos que estaban surgiendo en ese momento histórico, el ejército como colectivo, representaba un grave problema para el país. En el inicio del siglo, hubo un asalto a un diario bilbaíno por un grupo de oficiales y la existencia de una activa prensa militar madrileña creaban una situación explosiva.

El periódico catalanista Cut Cut atacaba sistemáticamente a los militares. En noviembre del año 1905, aparece un comentario sobre la celebración de un banquete de la Victoria, afirmando que sería de civiles, siendo atacado dicho periódico por un grupo de oficiales que destrozaron la redacción, siendo apoyados por las guarniciones militares y sin que fueran castigados dichos oficiales por el ministro de la Guerra.

Montero Ríos como mal menor acudió al estado de guerra, pero se negaron sus adversarios en el partido liberal. No existía unanimidad en la clase dirigente para enfrentarse a los militares, e incluso los guardias civiles del Congreso parecían dispuestos a apoyar un golpe militar que llevó al presidente a dimitir.

En diciembre del año 1906, Segismundo Moret sustituye a Montero Ríos. A estas alturas muchos de los principios en que se había basado su pensamiento como el librecambismo, parecían ir en contra de la tendencia general.

Aceptó la herencia de Montero Ríos ante el conflicto militar, aceptando las cesiones que le pidieron. No solamente no castigó la insubordinación de los oficiales, sino que nombró ministro de la Guerra al general Luque, que se había significado en la protesta de los oficiales en Barcelona.

En marzo del año 1906, la llamada ley de jurisdicciones fue aprobada para intentar guardar un mínimo de dignidad para el poder civil. Como dice Miguel de Unamuno, el ejército se convertía en virtual monopolizador del patriotismo, mientras que no todas las clases sociales estaban obligadas al servicio militar, dada la posibilidad de la redención económica.

Lo sucedido muestra una vez más, hasta qué punto el sistema político de la época de Alfonso XIII era diferente de la democracia. Moret pidió la disolución de las Cortes pero Alfonso XIII no se lo concedió, porque esto equivalía a vulnerar una regla no escrita del sistema político como era de que la disolución del Parlamento se concedía sucesivamente a cada partido, pero no veces seguidas al mismo.

El general López Domínguez sustituyó a Moret en el poder en julio del año 1906. Este militar era muy mediocre y cuyo mérito había sido acabar con el levantamiento cantonal de Cartagena. 

La característica de su gabinete fue incluir a un antiguo republicano posibilista y un seguidor de Canalejas y tenía su programa que era una copia de Canalejas.

Durante los dos últimos años, los liberales habían mostrado una incapacidad, superior a la de los conservadores, para mantenerse unidos, realizando un programa conjunto. Muchos de sus dirigentes eran ya pasado y como decía Ortega y Gasset “eran los señoritos de la Regencia”.

Durante el primer lustro del reinado de Alfonso XIII se vio una inestabilidad política que facilitó la intervención real. En el siguiente lustro ambos partidos lograron dirigentes que no fueron cuestionados.


BIBLIOGRAFÍA

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La revolución desde arriba 1902 a 1914