lunes. 29.04.2024

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Por mucho que el paso de los años atempere en muchos casos los impulsos y las reacciones viscerales, resulta tan sorprendente como indignante la capacidad de los hombres para ser cada día un poco más bestias. Pienso que nuestro viaje por la vida debiera servir para vivirla en plenitud, tanto a la hora de disfrutar de la belleza que se nos ofrece gratis con sólo contemplar un árbol o una montaña, como a la hora de esforzarnos para ser más justos, solidarios, benéficos e incapaces para cualquier tipo de violencia, mejorando de ese modo el tiempo que nos antecedió. Venimos de un lugar que desconocemos y al que iremos a parar cuando dejemos de existir, nuestro paso por la vida no puede ser guiado por la la fuerza bruta, por la imposición de nuestros pareceres, por nuestros egoísmos más primarios, por la crueldad gratuita que pagan millones de seres humanos con los mismos derechos que nosotros, sin embargo, lo es, como si no hubiesen pasado miles de años desde que unos cuantos nómadas salvajes aprendieron a domesticar el fuego, como si aquella argucia, inocente primero y taimada después para dominar, de inventar a Dios siguiese siendo válida para justificar nuestras más terribles atrocidades.

Nos guía la codicia, el afán de dominio y poder, la voracidad destructiva y la más absoluta falta de respeto y consideración hacia los otros

Oigo descompuesto como Ayuso dice que los viejos que murieron en los asilos en condiciones tercermundistas, con todos los dolores imaginables, rodeados de mierda, sin asistencia médica, sin cuidados paliativos de ningún tipo, habrían muerto igual si ella hubiese permitido que fuesen atendidos en hospitales. Lo dice con el mayor desparpajo, sin el menor problema de conciencia, sin recato, sin temor a lo que su Dios dictará el día en que le entregue su alma, cosa bastante difícil de encontrar incluso para el Todopoderoso. No hay el menor resquicio de remordimiento, de sufrimiento por las decisiones que tomó y toma, por las palabras que dijo y dice. Todo, al fin y al cabo, fue por nosotros, para redimirnos de los pecados con que salimos a la vida del vientre de nuestra madre sin haber roto un puto plato. Tiene el fuego, tiene a Dios, tiene al dinero. Lo demás no importa. Venta de viviendas sociales a fondos buitre, desalojos y desahucios de quienes llevaban años viviendo en ellas y siguen sin recursos, becas a los hijos de los millonarios, regalos de solares a las instituciones religiosas para que sigan adoctrinando, Quirón Salud y el palco del Bernabeu. Nunca fuimos tan felices.

Sin cambiar de día, como un castigo también divino, oigo al jefe del gobierno de Israel, un pueblo siempre en diáspora, perseguido y masacrado en muchísimas ocasiones, desde que los cristianos decidieron que era el pueblo deicida y debía pagar por ello. Tampoco aprenden, la historia, como dijimos en otra ocasión, en mejor desconocerla, ocultarla, olvidarla. También habla en nombre de Dios, el Sumo Hacedor, el justiciero que entregó a Moisés los mandamientos que debían regir las vidas de los hombres. No hay piedad, no hay verdad, no hay el mínimo destello de humanidad. La muerte de los voluntarios del cocinero José Andrés murieron en un acto de guerra involuntario, según sus palabras. Los coches de la ONG estaban conectados vía satélite con el ejército israelita, sabían dónde estaban en cada momento, se comunicaban con ellos cada minuto. Aun así, los llenaron de plomo y metralla. No había nada involuntario, como todo lo que está haciendo Israel desde los salvajes atentados de Hamás, todo responde a un plan premeditado sostenido y protegido por Estados Unidos: El exterminio bíblico. También Biden acude a los oficios religiosos los domingos con la Biblia en la mano. No hay guerra en Gaza, la guerra enfrenta a ejércitos, hay trincheras, aviones, cañones, drones, pistolas en ambos bandos. Aquí no ha bandos, un estado soberano con las armas sin límite que le proporciona el amigo americano, está matando a miles y miles de personas que ni siquiera tienen un chusco de pan o un trozo de torta cenceña que llevarse a la boca. No sirve trabajar en un hospital para intentar salvar vidas, tampoco ser periodista o trabajar para una oenegé, la furia divina, como cuando aquello de las plagas de Egipto, se ha desbordado y nadie se atreve a llamar a los ejecutores por su nombre, a mandarles parar, a decir en los foros mundiales, grandes y pequeños, que lo que está haciendo Israel son crímenes contra la Humanidad, que lo que estamos haciendo los espectadores de esa incalificable matanza es, ni más ni menos, que ser cómplices de una de las mayores atrocidades que ha cometido el hombre en las últimas décadas. Silencio, pero los tambores de guerra se cada vez suenan más fuerte, no en Gaza, que no la hay, sólo matanzas, sino en todo el territorio de las Sagradas Escrituras, en esos lugares de los que apenas sabríamos nada si hubiesen carecido de gas y petróleo. Hay riquezas que matan.

Continúa la lluvia incesante. Trump, que ha nombrado a los jueces supremos que tendrán que decidir sobre su futuro tanto si gana como si pierde, o sea que ya ha ganado, anuncia que en veinticuatro horas pondrá de patitas en la calle a once millones de migrantes que viven en Estados Unidos y realizan los trabajos más penosos. No sabe que pasará después, pero primero está la limpieza de sangre, cortar por lo sano esa invasión silenciosa de pobres que proceden de los países que su país empobreció y gracias a los cuales se fue haciendo cada vez más rico, insolidario y cruel. Sobran los pobres, los cambiaremos por otros pobres. Daremos el espectáculo con cámaras, luces e inteligencia artificial. Nadie estará a salvo de nuestra ira porque nuestro Dios también nos dice lo que tenemos que hacer y contempla de muy buen grado cuantas atrocidades se nos ocurren.

Trump, que ha nombrado a los jueces supremos que tendrán que decidir sobre su futuro tanto si gana como si pierde, o sea que ya ha ganado

Si fuésemos capaces de sustraernos durante unos minutos de las cosas superficiales, no nos sería difícil observar que nos distinguimos muy poco de nuestros antepasados cromañones, incluso neardentales. Nos guía la codicia, el afán de dominio y poder, la voracidad destructiva y la más absoluta falta de respeto y consideración hacia los otros, sobre todo si han tenido la desgracia de ser unos desgraciados, es decir, apestados. Pese a los muchos años pasados, pese a los muchós filósofos, escritores, poetas, sabios que intentaron hacer un mundo mejor y darnos la receta para que así fuese, humanamente somos cromañones con pistola y portatil, y cada día que pasa dentro de esta era digital, más. Cuando los pueblos callan ante las monstruosidades más inconcebibles, sólo están dando los pasos necesarios para que sean norma universal, aplicable a todos los que no estén en el lado correcto.

Un cromañón con ordenador y pistola